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martes, 13 de mayo de 2014

El pintor que se salió del marco

 
Urueña, la ciudad castellana del libro, vista por Carralero. CORTESÍA DEL ARTISTA 
 
RETRATO DE UN PINTOR
La génesis de José Sánchez-Carralero
Diario de León. Revista. Domingo 12 de mayo de 2014
 
En su cabeza estaban las matemáticas. En su entorno el vino. Pero José Sánchez-Carralero descubrió la pintura en la superficie de unos azulejos y no paró hasta convertirse en el artista que es hoy. Cacabelos y Ponferrada lo celebran.
 
«Lo primero que respiré fue vapor de alcohol, que es más volátil que agua», bromea José Sánchez-Carralero cuando recuerda que nació en el mismo edificio que a partir del próximo sábado (17 de mayo) albergará una retrospectiva sobre su pintura. Aquella vivienda-bodega donde su padre trabajaba como enólogo y donde alojaba a su familia numerosa en los primeros años de la posguerra —Carralero vino al mundo en 1942 y acabaría teniendo siete hermanos— es hoy el Museo Arqueológico de Cacabelos, uno de los espacios escogidos para celebrar su trayectoria con un programa que ha unido a su ayuntamiento natal y al Instituto de Estudios Bercianos. Y Carralero, que tiene un vino con su nombre y es muy probable que hubiera seguido los pasos de su padre si la pintura no se hubiera cruzado en su adolescencia, está encantado de que a sus 72 años los mejores cuadros que ha pintado le traigan de vuelta a casa.

Autoretrato de Carralero. CORTESÍA DEL ARTISTA
 
«La razón por la que me hice pintor es un misterio, porque de niño yo era más de matemáticas. Tenía mucha capacidad de cálculo mental», cuenta el artista. Pero lo suyo no era el vino, ni las matemáticas, ni la política, que nunca le atrajo, aunque durante los dos años que pasó como profesor en El Salvador, su pintura poco convencional y su forma de entender la enseñanza, tan alejada de la idiosincrasia local, despertaran los recelos de la oligarquía que gobernaba el país a comienzos de la década de los setenta. Premio Castilla y León de las Artes en 1996, catedrático en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid desde hace más de treinta años, y ganador de infinidad de concursos, llegó un momento en la vida de Carralero en que le bastaba con el dinero que ingresaba de los premios para mantenerse con holgura.
 
No siempre fue así. Después de que su familia dejara Cacabelos en 1950, comenzó a trabajar en las oficinas de la nueva bodega que empleaba a su padre en Arganda del Rey (Madrid) porque un sueldo se quedaba corto para tantas bocas. A los 14 años, Carralero pintaba sobre azulejos que compraba en un almacén de material de construcción y poco a poco descubría que no era el vino, sino la pintura a lo que quería dedicar su vida. A su padre, Elías Félix Sánchez-Carralero, se lo dijo dos años después. Y le echó valor.
 
«Le dije: ‘Papá, te voy a pedir permiso para una cosa, pero como me lo niegues me escapo’». Y la cosa era, claro, irse a Madrid capital y preparar los duros exámenes de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Si lo consiguió fue por que Elías cedió y además le contó sus aspiraciones a un agente comercial, Antonio Corcobado, que vendía vino de La Mancha y tenía oficina en Madrid. Corcobado le ofreció un trabajo a la carta; media jornada para que pudiera estudiar, pero el mismo sueldo que a sus otros empleados, y el compromiso de que podría dejar la oficina si ingresaba en la Academia. «Fue mi primer mecenas», cuenta Carralero.

 
Manuel 'El Chusco', abuelo de Carralero. CORTESÍA DEL ARTISTA

Comenzaba la década de los sesenta, España se desperezaba del sueño de la pobreza y el joven aspirante a pintor pasaba los veranos con sus abuelos en Cacabelos. De su abuelo Manuel es uno de los primeros retratos que pintó. «Mi abuelo era un ejemplo de sabiduría popular. Tenía mucha chispa y le apodaban ‘El Chusco’ porque era bajito. Era el típico borrachín de los pueblos que bebía por las tardes y volvía a casa con los monólogos del que va cargadillo», asegura. Lo de ‘El Chusco’ era una verdadera filosofía de la vida. «La casa es la cárcel, la cama, la caja y el sueño, la muerte», le decía a su nieto favorito cuando entraba en su cuarto por las mañanas con un vaso de aguardiente para despertarle porque le quería ver pintando en el desván. «Mi abuelo me decía,‘levántate nietín, que tengo que liarte los cigarrillos o te va a dar el cólico Marcelino», cuenta el artista mientras suelta una carcajada, porque ‘El Chusco ‘se refería al saturnismo, el mal de los artistas que se intoxican con el óxido de plomo de la pintura.
 
En aquellos veranos, el joven Carralero se hizo amigo del escritor Francisco González. «Paco tenía una Lambretta y siempre me decía; ‘Pepe, cuando vengas nos vamos a dibujar’. Él llevaba un bloc y yo el caballete y nos íbamos en moto a pintar por el campo».

Retrato de Antonio Pereira. CORTESÍA DEL ARTISTA
 
Sólo el diez por ciento de los aspirantes ingresaron en la Academia de San Fernando y Carralero pasó su primer año «pintando abanicos» para obtener ingresos. Antes de obtener la única beca completa de 36.000 pesetas que se concedió a un alumno de la Academia, Carralero se acercaba los domingos al rastro y compraba colchonetas usadas por los soldados que hacían la mili, llenos de manchas sospechosas. Después de lavarlos, fabricaba con ellos los lienzos sobre los que pintaba. «Eran más baratos que la tela de lino», recuerda el pintor.
 
Esta misma actitud generó suspicacias en El Salvador, donde fue profesor de Bellas Artes dentro de un programa de cooperación entre 1970 y 1972. Carralero no quería que sus alumnos se apoltronaran, acostumbrados a trabajar con materiales donados, y les enseñó a elaborar sus propios colores porque nada era gratis. «‘Los materiales los hacéis vosotros. Aceptando vuestras propias limitaciones empezaréis a crecer’, les decía, y no era consciente de que estaba haciendo algo que inquietaba a ciertos sectores». Su pintura de colores tristes, que reflejaba su desconcierto ante un país de mentalidad tan diferente a la europea, donde la gente vivía en medio de «una pasividad absoluta» y la muerte importaba poco, también alimentó los recelos, aunque a él le funcionó como terapia. «Me liberó», cuenta.


Lavadero de carbón en Ponferrada. 1993-2013. Óleo. CORTESÍA DEL ARTISTA
 
Harto de que aquel programa educativo fuera instrumentalizado en la campaña electoral, envió una carta al Ministerio de Trabajo español que levantó ampollas. Carralero alertaba de que la cooperación se podría volver contra España porque sólo beneficiaba a una oligarquía. Y el revuelo fue mayúsculo. El joven profeso había puenteado al embajador español, Manuel Fuentes Irurozqui, —algo que el diplomático le agradeció después— y a raíz de su queja mantuvo un tenso careo con el ministro de Cultura salvadoreño, Walter Béneke. El embajador, que estuvo presente, salió encantado con la actitud de Carralero. «Le dijo al ministro que España cuidaba y seleccionaba muy bien a la gente que participaba en sus programas», explica. Eran los años en los que Allende sufría el golpe de Estado en Chile y crecía el rumor de que la CIA estaba detrás de todo. Y la CIA, se lo contó el propio Irurozqui, sí estaba detrás del Comité Internacional de Migraciones Europeas con sede en Ginebra que pagaba los viajes de los profesores. «Así sabían quien participaba en el programa», cuenta Carralero.
 
Años después, supo que algunos alumnos suyos se habían unido a la guerrilla del Frente Farabundo Martí. Le dijeron que a uno de ellos, no recuerda su nombre, lo habían asado en aceite hirviendo, habían metido sus restos en un saco y lo habían enviado a su familia. Y a otro lo mataron haciéndole literalmente picadillo. «Como la muerte no importaba demasiado, buscaban formas de muerte que causaran terror», explica. Y puntualiza que nunca tuvo intenciones políticas ni alentó ninguna revolución. «No soy de derechas, ni de izquierdas. Soy amante de las libertades», dice.
 
El artista, que ha tenido cinco hijos con dos esposas y vive ahora con la pintora Macarena Ruiz, volvió de El Salvador convertido en un pintor maduro. Hoy es una referencia, con obra en el catálogo del Museo Reina Sofía y cuadros como el de Urueña, la ciudad castellana del libro, colgados en lugares tan emblemáticos como las Cortes de Castilla y León. Catedrático en la Academia de San Fernando, en la Universidad de Barcelona y finalmente en la Complutense de Madrid, Carralero huye de la pintura que miente. «A mis alumnos les digo que el estilo puede ser un cáncer porque puede generar actitudes impostadas». Por eso les recomienda que se dejen llevar por el pálpito de cada día, que nunca es uniforme.

 
Toledo desde el puente deSan Martín. Óleo de 1992. CORTESÍA DEL ARTISTA
 
 
También tiene muy claro Carralero que «no hay divorcio» entre abstracción y realismo, aunque muchos piensen lo contrario. «Nada sale de la mente humana si no surge de fuera. Nadie inventa nada. Yo parto de impresiones directas de la realidad, por eso pienso que realismo y abstracción no son términos contrapuestos. Lo que pasa es que en la historia del arte, como en la política, ha primado el principio de divide y vencerás», afirma. Y no hay ninguna impostura en sus palabras.

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