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jueves, 24 de abril de 2014

Paramnesia


El coronel Aureliano Buendía, según FERNANDO BOTERO


CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Jueves 24 de abril de 2014

Circulo tan despacio que me adelanta un tren de mercancías que avanza en paralelo a la carretera por la recta de Almázcara. La locomotora está grafiteada, como la sábana gris que cubre los vagones, y yo detengo el coche en la cuneta, busco una libreta en el bolsillo —se me ha ocurrido una idea que no puede esperar— y empiezo a escribir sobre todo lo que se ha dicho en los últimos días de Gabriel García Márquez, que dio con el tono y la primera frase de Cien años de soledad mientras conducía un Opel blanco hacia Acapulco.

Dos artículos me han llamado la atención. El primero es el de Almudena Grandes y habla de la noche en que Joaquín Sabina le llevó al Nobel a su fiesta de cumpleaños y de cómo el cantante le pidió que advirtiera a los invitados para que no lo agobiaran con preguntas, porque al escritor le aburría ser el centro de atención en todas las reuniones. Esa es la soledad, escribo; García Márquez sentado a la mesa de Almudena Grandes mientras sus invitados permanecen de pie y no se atreven a dirigirle la palabra porque le tienen un respeto reverencial.

El segundo artículo es de Alessandro Baricco, al que admiro porque nunca escribe una palabra de más, y reconoce en un texto espléndido su deuda con el colombiano. Leyendo a García Márquez, dice Baricco, uno no deja de bailar. Y añade que hay una frase del fallecido que le ha marcado profundamente, pero se la guarda para sí mismo.


'Retrato oficial de la Junta Militar', pintura al óleo de FERNANDO BOTERO 

Y al igual que Grandes y Baricco, todos, o casi todos los que estos días han escrito sobre Gabriel García Marquez hablan del impacto que ha tenido el escritor sobre sus obras, o de la huella que ha dejado en sus vidas. Descubro, divertido, que escribiendo sobre el difunto, están hablando en realidad sobre sí mismos.

¿Y yo?

Quizá yo tampoco esté haciendo algo distinto. Entonces cierro la libreta, arranco mi viejo Mazda rojo, y mientras el tren de mercancías desaparece en un recodo, como los cuatro vagones desvencijados que según Vargas Llosa todavía circulan por Macondo, conduzco hacia Ponferrada dispuesto a descifrar en la pantalla de mi ordenador la última frase de este artículo en el mismo instante en que la escribo.


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