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lunes, 4 de febrero de 2013

Apocalipsis


Códice de Fernando I y Sancha.

CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Jueves 15 de noviembre de 2012

Voy a contarles lo que he visto hace un rato. Un dragón de siete cabezas escupía espectros. Los espectros tenían forma de rana. Las ranas croaban con desgana. Y enloquecían a las piedras.
 
Cuatro jinetes cabalgaban a lomos de caballos alados con cabeza de león. Su sombra alargada ocultaba el sol. Los ángeles tocaban las trompetas. Las trompetas arrastran nubes de tormenta. Y el cielo se llenaba de luz.
 
Los hombres, deslumbrados, hincaban la rodilla ante el Creador. Un demonio con pies de carnero empujaba a los pecadores al infierno. Las almas en pena se retorcían en el fuego eterno. Y las llamas devoraban el mundo.
 
Es el Apocalipsis de San Juan, el libro más enigmático de cuantos componen la Biblia, según los expertos. Hace mil años, el temor a que el fin del mundo estuviera cerca desató una verdadera fiebre en los monasterios y copistas e ilustradores dedicaron sus vidas a manuscribir y a iluminar los comentarios al texto del apóstol San Juan que dos siglos antes había escrito un monje, Beato de Liébana, a los pies de los Picos de Europa.
 
La fiebre sobrevivió a las supersticiones del milenio. El mundo no se acabó. No se abrieron los cielos. No bajaron los ángeles. No cabalgaron los cuatro jinetes, ni se oyeron trompetas, ni hubo ninguna luz cegadora.
 

Extracto del Beato de Liébana (Siglo VIII-IX)

 
Tampoco se vieron serpientes, ni dragones, ni ranas, ni diablos con cuernos. Y la gente siguió pecando, pero poco, que en la Edad Media la Iglesia no estaba para bromas.
 
Los 21 facsímiles de aquellos códices miniados, y uno más de un artista moderno, se pueden consultar en el Castillo de los Templarios de Ponferrada. Allí los he visto yo. Y allí los puede encontrar cualquiera sin necesidad de viajar a Nueva York, o a Berlín, o a Roma, o a Madrid, donde se conservan los originales.
 
El mérito es del Ayuntamiento, claro. Pero sobre todo, de un coleccionista particular, Antonio Ovalle, que los ha comprado, los ha cedido y no ha pedido nada a cambio. Lo suyo también es una fiebre. Y en estos tiempos de dragones y de espectros que se retuercen en el fuego del infierno no abundan los hombres tan generosos.

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